I
LA PAYASA CHA-U-KAO Y EL MAESTRO RELOJERO
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LA PAYASA CHA-U-KAO Y EL MAESTRO RELOJERO
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«El teatro de la Opéra-Comique no es más que
un montón de escombros. Eran las nueve menos
diez cuando se produjo la primera señal. De
repente, durante el baile de Bohemia, pequeñas
chispas comenzaron a caer delante del escenario.
En un principio, un poco asustados, pensamos
que aquella polvareda luminosa provenía de los
carbones de las lámparas eléctricas.»
Le Figaro
Edición del jueves, 26 de mayo de 1887
un montón de escombros. Eran las nueve menos
diez cuando se produjo la primera señal. De
repente, durante el baile de Bohemia, pequeñas
chispas comenzaron a caer delante del escenario.
En un principio, un poco asustados, pensamos
que aquella polvareda luminosa provenía de los
carbones de las lámparas eléctricas.»
Le Figaro
Edición del jueves, 26 de mayo de 1887
PARÍS, 1887
El miércoles 25 de mayo de 1887 se produjo un terrible y desgraciado incendio en el interior de la Salle Favart de París, con capacidad para mil seiscientos espectadores y sede de la compañía Opéra-Comique. En aquella fecha funesta un centenar de personas perdieron la vida, asfixiadas por el humo o a causa de las llamas.
La fatal conflagración, que destruyó por completo el edificio, se originó durante la representación de la ópera Mignon, del compositor francés Ambroise Thomas.
A las ocho y media de la tarde la orquesta acoplaba la apertura. Nada hacía presagiar la tragedia que sobrevendría veinte minutos más tarde. Durante la segunda escena del acto primero, cuando Mademoiselle Cécile Simonnet, en el papel de Philine, declamaba: «Quel est, je veux le savoir, / Ce beau coureur d’aventure? / Il nous cache sa figure / Et n’a pas l’air de nous voir», un destello atrajo la atención de los actores.
A pesar de las repetidas advertencias del director de escena y de las peticiones de tranquilidad de los barítonos Émile-Alexandre Taskin y Gabriel Soulacroix, cuando las chispas y los escombros en llamas comenzaron a caer sobre el público, los aterrorizados espectadores se precipitaron en una huida desesperada en busca de los vomitorios más cercanos..
El miércoles 25 de mayo de 1887 se produjo un terrible y desgraciado incendio en el interior de la Salle Favart de París, con capacidad para mil seiscientos espectadores y sede de la compañía Opéra-Comique. En aquella fecha funesta un centenar de personas perdieron la vida, asfixiadas por el humo o a causa de las llamas.
La fatal conflagración, que destruyó por completo el edificio, se originó durante la representación de la ópera Mignon, del compositor francés Ambroise Thomas.
A las ocho y media de la tarde la orquesta acoplaba la apertura. Nada hacía presagiar la tragedia que sobrevendría veinte minutos más tarde. Durante la segunda escena del acto primero, cuando Mademoiselle Cécile Simonnet, en el papel de Philine, declamaba: «Quel est, je veux le savoir, / Ce beau coureur d’aventure? / Il nous cache sa figure / Et n’a pas l’air de nous voir», un destello atrajo la atención de los actores.
A pesar de las repetidas advertencias del director de escena y de las peticiones de tranquilidad de los barítonos Émile-Alexandre Taskin y Gabriel Soulacroix, cuando las chispas y los escombros en llamas comenzaron a caer sobre el público, los aterrorizados espectadores se precipitaron en una huida desesperada en busca de los vomitorios más cercanos..
El humo negro y espeso impedía la visión y el calor era insoportable.
La payasa Cha-U-Kao, que tenía que participar como bailarina de reparto, se salvó de milagro. A medio vestir y presa del pánico, al darse cuenta de que le resultaría imposible conseguir llegar hasta la puerta de salida, decidió escapar del fuego subiendo lo más arriba posible, hasta una de las cornisas superiores del edificio.
Allá arriba, en compañía de dos extras, un acomodador y de tres espectadores que habían tenido el mismo pensamiento, fue rescatada por una pareja de heroicos bomberos que levantaron una escalera de veinte metros entre las llamas que devoraban el teatro, le ataron una cuerda de seguridad alrededor de la cintura y la ayudaron a bajar hasta la Rue de Marivaux.
La payasa Cha-U-Kao, que tenía que participar como bailarina de reparto, se salvó de milagro. A medio vestir y presa del pánico, al darse cuenta de que le resultaría imposible conseguir llegar hasta la puerta de salida, decidió escapar del fuego subiendo lo más arriba posible, hasta una de las cornisas superiores del edificio.
Allá arriba, en compañía de dos extras, un acomodador y de tres espectadores que habían tenido el mismo pensamiento, fue rescatada por una pareja de heroicos bomberos que levantaron una escalera de veinte metros entre las llamas que devoraban el teatro, le ataron una cuerda de seguridad alrededor de la cintura y la ayudaron a bajar hasta la Rue de Marivaux.
Estaba medio asfixiada, con los cabellos despeinados y chamuscados, la falda quemada y la cara tiznada de negro.
Por este motivo, dos meses más tarde, la noche del domingo 24 de julio, cuando se desencadenó sobre el cielo de la ciudad de París una fabulosa tormenta eléctrica, Cha-U-Kao, que tenía que actuar en el espectáculo del Moulin de la Galette en un alocado número donde combinaba el baile del cancán con vertiginosas acrobacias, se negó a pisar el escenario. Tenía miedo de que las aspas del viejo molino atrajeran los rayos eléctricos.
Por este motivo, dos meses más tarde, la noche del domingo 24 de julio, cuando se desencadenó sobre el cielo de la ciudad de París una fabulosa tormenta eléctrica, Cha-U-Kao, que tenía que actuar en el espectáculo del Moulin de la Galette en un alocado número donde combinaba el baile del cancán con vertiginosas acrobacias, se negó a pisar el escenario. Tenía miedo de que las aspas del viejo molino atrajeran los rayos eléctricos.
—¡No, no y no! ¡Hoy no pienso bailar! ¡Quien quiera verme que venga a mi casa! —exclamó, bien asustada, mientras manifestaba su rotunda y taxativa negativa al propietario del local—. ¡Prefiero ser una payasa sin trabajo que una payasa tostada y ahumada!
De todos modos, tampoco era necesario que lo hiciera. El recinto, abarrotado de público hasta muy poco antes, había quedado prácticamente desierto. Y no era extraño, pues los parisinos todavía estaban conmocionados por el incendio del mes de mayo y aquel recuerdo tan cercano había provocado que los noctámbulos clientes del Moulin de la Galette optasen por regresar a sus hogares antes de su horario habitual.
De todos modos, tampoco era necesario que lo hiciera. El recinto, abarrotado de público hasta muy poco antes, había quedado prácticamente desierto. Y no era extraño, pues los parisinos todavía estaban conmocionados por el incendio del mes de mayo y aquel recuerdo tan cercano había provocado que los noctámbulos clientes del Moulin de la Galette optasen por regresar a sus hogares antes de su horario habitual.
* * *
Desde las diez de la noche hasta las cuatro de la madrugada —minuto más, minuto menos...—, cientos de relámpagos iluminaron fantasmagóricamente la ciudad y el estruendo de los truenos repetidos mantuvo despiertos y atemorizados a una buena parte de sus habitantes.
Afortunadamente, la intensa y espectacular tormenta eléctrica —«Sin precipitaciones ni granizada; eso sí, acompañada de un viento muy fuerte, con ráfagas bruscas e imprevisibles, consecuencia de una revolución atmosférica desordenada que provocó una bajada notable de los barómetros», recogieron los periódicos al día siguiente—, a excepción de los múltiples sobresaltos y ataques de pánico, no provocó ninguna desgracia personal.
Testigo de todo ello fue el osado fotógrafo Jean Eugène August Atget, recopilador de imágenes de la vida cotidiana de la capital francesa, que decidió aventurarse a oscuras por las calles estrechas, tortuosas y desiertas de los barrios viejos, se encaminó hacia los terrenos cercanos al Champ-de-Mars y allá recogió una serie de placas donde registró para la posteridad aquel singular fenómeno atmosférico.
En una de las instantáneas, inesperadamente, pudo captar la célebre imagen de un rayo impactando sobre la estructura metálica de la construcción que, con posterioridad, y en reconocimiento a su constructor, sería conocida en todo el mundo con el nombre de Torre Eiffel.
A tiempo pasado, el fotógrafo se dirigió por carta al responsable del Ministère de l’Instruction Publique et des Beaux-Arts para ofrecerle la histórica compilación de su archivo de imágenes:
Dos mil seiscientos negativos fueron adquiridos por la redonda suma de 10.000 francos. Curiosamente, en aquella transacción no se incluyeron las placas que habían sido recogidas la noche de la fabulosa tormenta eléctrica.
Afortunadamente, la intensa y espectacular tormenta eléctrica —«Sin precipitaciones ni granizada; eso sí, acompañada de un viento muy fuerte, con ráfagas bruscas e imprevisibles, consecuencia de una revolución atmosférica desordenada que provocó una bajada notable de los barómetros», recogieron los periódicos al día siguiente—, a excepción de los múltiples sobresaltos y ataques de pánico, no provocó ninguna desgracia personal.
Testigo de todo ello fue el osado fotógrafo Jean Eugène August Atget, recopilador de imágenes de la vida cotidiana de la capital francesa, que decidió aventurarse a oscuras por las calles estrechas, tortuosas y desiertas de los barrios viejos, se encaminó hacia los terrenos cercanos al Champ-de-Mars y allá recogió una serie de placas donde registró para la posteridad aquel singular fenómeno atmosférico.
En una de las instantáneas, inesperadamente, pudo captar la célebre imagen de un rayo impactando sobre la estructura metálica de la construcción que, con posterioridad, y en reconocimiento a su constructor, sería conocida en todo el mundo con el nombre de Torre Eiffel.
A tiempo pasado, el fotógrafo se dirigió por carta al responsable del Ministère de l’Instruction Publique et des Beaux-Arts para ofrecerle la histórica compilación de su archivo de imágenes:
Monsieur, durante los últimos veinte años y alguno más, mediante mis esfuerzos y siguiendo mi propia iniciativa, he tomado una colección de fotografías, en formato 18 x 24, de cada calle del viejo París.
Dos mil seiscientos negativos fueron adquiridos por la redonda suma de 10.000 francos. Curiosamente, en aquella transacción no se incluyeron las placas que habían sido recogidas la noche de la fabulosa tormenta eléctrica.